¿Democracia en la cuerda floja?
OPINIÓN

¿Democracia en la cuerda floja?

La colaboración es el cimiento para contrarrestar las amenazas de autoritarismo, populismo y corrupción que pueden acechar desde dentro a nuestras instituciones democráticas.


Por María José Naudon, decana Escuela de Gobierno Universidad Adolfo Ibáñez

Winston Churchill describía la democracia como “el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”, y al hacerlo hacía referencia, entre otras cosas, a la valoración significativa que la ciudadanía le atribuye a esta forma de organización social y política. En el complejo escenario contemporáneo, esta apreciación no parece tan evidente. Según la encuesta Criteria de agosto de 2023 en Chile, la democracia continúa siendo mayoritariamente valorada (con un 64% de aprobación), sin embargo, un 21% de los encuestados considera que, en ciertas circunstancias, un gobierno autoritario podría ser preferible, y un 6% no muestra preferencia entre ambos.

Por otra parte, no son pocos los ciudadanos que, en nuestro país, estarían dispuestos a renunciar a las libertades propias de la democracia en pos de la obtención de seguridad, manifestando una preocupante dicotomía entre la una y la otra (Criteria, noviembre 2022). A nivel global, el estado de la democracia no presenta, tampoco, indicadores auspiciosos. Según el Índice de Democracia (Democracy Index), elaborado por la revista británica The Economist, en 2022 solo 24 países del mundo podían ser calificados como “democracias plenas”, lo que representa un escaso 8% de la población mundial.

Vivimos en un mundo marcado por la complejidad, la incertidumbre y los cambios tecnológicos brutales y estas características imponen el desafío general (no solo para la democracia) de desarrollar una visión integradora, donde las conexiones y mutuas influencias jueguen un papel central. Si analizamos, por ejemplo, el impacto de la inteligencia artificial (IA), resulta claro que esta ha permeado la esencia misma de la democracia afectando la representación política y la toma de decisiones. Por otra parte, la implicación de la IA en la manipulación del voto y la propagación de noticias falsas, genera interrogantes elocuentes sobre la magnitud de su injerencia en el corazón mismo de la democracia representativa.

El asunto es particularmente relevante pues, contrariamente a lo que pueda parecer, la democracia es el régimen de las incertidumbres, las divergencias y los cuestionamientos. Su estabilidad no emana de la eliminación del desacuerdo y los conflictos, sino de asumirlos y gestionarlos. Sin embargo, es crucial tener presente que la exacerbación extrema del disenso, a menudo observada, puede comprometer su funcionalidad y capacidad para llegar a decisiones eficaces. Desde esta perspectiva, uno de los grandes desafíos de las sociedades complejas, donde conviven intereses divergentes que no pocas veces están en colisión, supone llevar el disenso a niveles tolerables y gestionar adecuadamente el pluralismo.

Frente a este desafío, resulta preocupante el aumento significativo de la desconfianza ciudadana hacia las instituciones gubernamentales. Las raíces son diversas y complejas, abarcando desde percepciones de corrupción hasta la sensación de desconexión entre los representantes electos y las auténticas necesidades de la población.

Interesa, particularmente, observar la relación entre esta y la polarización política. Ambas se vinculan de manera compleja y bidireccional, generando ciudadanos desencantados y desconfiados de la capacidad del sistema político para abordar problemas de manera efectiva. La ausencia de colaboración entre los partidos políticos y la incapacidad para alcanzar consensos socavan, también, la confianza de la ciudadanía y suelen expresarse en un deterioro en el diálogo político constructivo. Las últimas elecciones en Chile son expresión clara de este fenómeno y sus riesgos. Lo que podría parecer un rechazo a los extremos puede, en realidad, representar un paso más en dirección a un populismo con eje en la seguridad. Visto así, el actual escenario nacional podría desencadenar dinámicas políticas que se aparten de soluciones equilibradas y se inclinen hacia propuestas más radicales.

La colaboración es el cimiento para contrarrestar las amenazas de autoritarismo, populismo y corrupción que pueden acechar desde dentro a nuestras instituciones democráticas.

En esta línea, el declive de la democracia puede entenderse como un vaciamiento de objetivos comunes y el populismo como una reacción enérgica a la falta de debate democrático. Una suerte de respuesta furiosa frente a una democracia que, en ocasiones, ha abandonado el auténtico pluralismo, entregándose al radicalismo ideológico.

En este contexto, interesa distinguir la polarización ideológica de la afectiva. La primera, que suele expresarse con mayor énfasis entre las élites políticas, se traduce en un distanciamiento cada vez más marcado en términos de creencias y valores fundamentales. Por otro lado, la polarización afectiva, caracterizada por la intensificación de las emociones asociadas a las posturas políticas, se expresa en una creciente animosidad y hostilidad entre grupos políticos, generando emociones negativas hacia el “otro”.

Este tipo de polarización alimenta los sesgos, prejuicios y antagonismos. El problema antes planteado, se expresa en la tendencia, de derechas e izquierdas, a mirar con más facilidad la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Ambas olvidan que, venga de donde venga, “la polarización que lamentamos es la consecuencia lógica de haber construido un campo de juego de antagonismos absolutos” donde todo se decide en una lucha épica entre el bien y el mal. Esta actitud encierra una profunda sospecha hacia las opiniones divergentes y suele condenar al disidente a menudo etiquetado de corruptor.

La democracia cruje bajo esta aspiración. El moralismo, es una máquina de simplificar que ahorra la argumentación y reduce el intercambio intelectual a la ofensa, la culpa, la indignación y las malas intenciones. Su fundamento radica en la convicción de que, al ser moralmente superior, solo queda combatir el mal que en otros se anida.

Este vicio se expresa, en la subvaloración de dos principios fundamentales (y largamente estudiados) para fortalecer el equilibrio de la democracia: la tolerancia mutua y la contención. La primera, supone aceptar a los opositores como adversarios legítimos y, en consecuencia, no moralizar. Por el contrario, cuando la división social es honda y la polarización hace ver las distintas visiones de mundo como incompatibles, comienza el riesgo. La segunda, supone que, reconociendo en el otro un legítimo contradictor, los actores políticos optan por moderar sus acciones a la hora de desplegar sus prerrogativas institucionales.

Frente a este escenario la pregunta se vuelve evidente: ¿Podrá la democracia reinventarse? ¿Será capaz de abrazar el cambio como aliado en la toma de decisiones colectivas, o se aferrará a la resistencia ante la transformación?

En el camino hacia la renovación, la colaboración es el cimiento para contrarrestar las amenazas de autoritarismo, populismo y corrupción que pueden acechar desde dentro a nuestras instituciones democráticas. La clave radica en reconocer que la negociación y el respeto a la diversidad no están reñidos con la identidad, sino que son los pilares que fortalecen una sociedad plural. Lo anterior supondrá una tensión inevitable entre el corto y el largo plazo, entre las preferencias inmediatas y el interés general. Pero el desafío estructural demanda una inteligencia estratégica que anticipe crisis futuras. La degradación de las democracias ya no se limita a los golpes de estado, sino, más bien, se debe a la inadaptación, ineficiencia y desequilibrio. La banalización política y el oportunismo, son potentes enemigos de la democracia. En un mundo donde el activismo político a menudo adopta la forma del exhibicionismo y la atención se convierte en una moneda de poder, es fundamental discernir y resistir la manipulación sutil y trivial. Construir una democracia resistente es un desafío del que todos somos actores cruciales.